SEIS ENCUENTROS DESIGUALES
Carlos Domingo 2007
Según Toynbee, en su
búsqueda del origen de las civilizaciones, cosas extraordinarias se originan en
encuentros, aparentemente casuales, de entidades no relacionadas. En lo que sigue imagino, con algún fundamento
histórico o legendario, algunos encuentros de este tipo y un lamentable
desencuentro. Todos entre seres humanos muy desiguales.
1. El inválido de Kapilavatthu y el príncipe
Apenas puedo moverme por
mis dolores en las piernas. La picazón de las llagas en todo el cuerpo no me
deja dormir. Mi aspecto debe ser tan repugnante que la gente de Kapilavatthu
trata de no verme. Si por descuido me miran veo una mueca desdeñosa. Sin
embargo hace unos días he conseguido algunas monedas. Un joven bello y cargado
de joyas, tal vez un príncipe, pasaba en una espléndida carroza que no sé como
se introdujo en la estrecha y sucia callejuela sin salida donde me siento a
pedir. De las calles más principales me ahuyentan los guardias y otros
limosneros más fuertes. El joven, al parecer preguntó algo al cochero. Este le
explicó algo señalándome y la carroza se detuvo. El joven me dirigió una
profunda mirada con una expresión de asombro, como el que ve algo por primera
vez. Osé mirarlo a sus ojos pero sólo por un instante, pues sé que una mirada
mía en los ojos puede impurificar a cualquier persona de las cuatro castas.
Como en mi país todo pordiosero tiene algo de santo y todo santo algo de
pordiosero pude percibir en su mirada algo grande. Por primera vez en mi vida
alguien me miraba sin desprecio, con una mezcla de asombro, reverencia y
hermandad. Intercambió unas palabras con el cochero y este me arrojó estas
monedas que me permitirán comer por algún tiempo. Luego, con mucha dificultad,
la carroza dio media vuelta y salió de la callejuela.
Dos días después un joven
¡el mismo joven! sin joyas y con un simple vestido amarillo entró caminando pausadamente por la callejuela, como buscando
algo. Se paró a una distancia mucho menor a la permisible por su casta. Me miró
un momento en silencio, como si mirara a un igual, como si se mirara a sí mismo
y se fue por donde había venido. No lo he vuelto a ver.
2. El fueguino y el sabio. Un reencuentro (1832)
El barco se prepara para
zarpar de la desolada costa del estrecho, con el malvado capitán Fitz Roy, que
nos capturó a los cuatro hace tres años y nos llevó a Inglaterra no entiendo
porqué y ahora no se porqué nos devuelve a nuestra familia. En el barco vino
con nosotros el amigable Charles, siempre triste y enfermo, coleccionando
piedras y esqueletos y discutiendo sobre animales con el capitán. Nos
apreciamos y nos tenemos cierta lástima. Ayer nos bajaron a tierra. Charles me acompañó
y me preguntó si quería quedarme o volver a Londres en un largo viaje. Lo pensé
muy fuerte. La magia de los de Londres es inmensa. No pasan frío pues queman
unas piedras que huelen muy feo pero calientan. El número de casas es
increíble, todas amontonadas. Hay mucho ruido. Aprendí el idioma, hablan mucho
pero, aunque comprendo el idioma no los entiendo. Por ahora hay tranquilidad
pero me han dicho que en pueblos cercanos la gente se pelea y mueren muchos. Siempre
están apurados y en otra cosa. Sólo Charles se queda mucho tiempo como
meditando. Como si tuviera un problema serio que le preocupa. Se parece a
Canniú, nuestro médico. Ailain, la mujer que viene con nosotros dice que es
brujo. Miro el barco, al buen Charles que sonríe esperando mi respuesta. Recuerdo
el calorcito y la comida de Londres. También recuerdo lo de las peleas. Veo a
los míos. Quiero vivir con ellos. Pero nunca podremos explicarles lo que hemos
visto. Nos faltan las palabras, nuestro idioma no alcanza. Ailain parece que se
queda aquí, nos miramos pero ninguno decide. Un caso de “mamihlapinatapai”
(palabra que nunca pude explicarle a los ingleses aunque a ellos también les
pasa). Ailain ve a su hermano que ha venido a recibirnos. Ella se acerca a él.
El mamihlapinatapai se ha deshecho. Nos quedamos.
[Charles no sospechaba
que 150 años después, elaborando sus teorías, se vería que los antepasados
comunes de él y del “salvaje” fueguino se habían separado en Siberia hacía unos
20.000 años].
3. El rey y el cínico
Estoy molesto. Sólo
quiero que me dejen tranquilo. No ver a nadie. Quiero ser nadie, no tener
riqueza ni poder, ni influencia. Pero estos atenienses son incorregibles, les
divierte cualquier novedad, y me he transformado, para ellos, en una novedad.
No me dejan en paz. A sus palabras necias les respondo con comentarios ácidos e
ironías ofensivas. Y esto les divierte en lugar de alejarlos, las comentan en
sus absurdos festines y hasta las ponen en libros. Dicen que soy un filósofo.
Se que no lo soy porque no tengo teorías. Hoy la intromisión llegó al colmo.
Salí de mi choza que construí con los restos de un tonel. Me había enfriado en
la noche y esperaba que llegara el Sol.
Vi llegar una comitiva
encabezada por un joven bellísimo, vestido como un guerrero en un robusto
caballo. Se acercó y vi en su mirada repugnancia y desprecio, luego cambió a
una expresión de sincera intriga. Dijo en puro acento ateniense: “Soy Alejandro
rey de Macedonia, hijo de Filipo” Breve pausa. “Me han dicho que eres un sabio.
Pídeme lo quieras y se te concederá. Sólo tienes que decirlo”. Vi el resplandor
del deseado Sol naciente detrás de su figura y dije lo que sentí en ese
momento: “Por favor, no me hagas sombra”. En sus acompañantes vi una expresión
de asombro, no exenta de ira como si hubiera dicho una blasfemia. También en él,
pero luego pasó a concentración, como buscando una respuesta. Pero pronto
reaccionó hizo volver su caballo y se fue murmurando algo, seguido de los suyos.
Alguien me comentó qué
dijo: “Si no fuera Alejandro quisiera ser Diógenes”. No se que quiso decir ¿Qué
después de él yo era lo más importante? ¿Qué si
fuera algo distinto de lo que era preferiría ser nada como yo? ¿Qué
tener todo y no tener nada era lo mismo? No sé ni me interesa. Yo dije lo que
me salió naturalmente, me molestaba su sombra. Dejo a los infatigables
atenienses discutir enredadas e ingeniosas interpretaciones sobre sus palabras
y las mías.
Ya el buen Apolo llega a
entibiecer mis entumecidos huesos.
4. El científico y el monje (un lamentable desencuentro)
Y ahora me llega un libro
de este cura jardinero matemático del convento de Brünn. Ya tengo noticias de
su trabajo. Pero estoy harto de curas y matemáticos. Aquí fue Edgeworth, el
matemático, y mi primo el estadístico Galton que descubrieron un hueco en mi
teoría. Todo estaba muy claro. En cada nueva generación se producen pequeños
cambios. Si algunos favorecen a un individuo este vive más tiempo, está más
vigoroso y puede dejar más descendientes. Los pequeños cambios favorables se
acumulan en las generaciones sucesivas y producen por fin un ser más
evolucionado y adaptado a su medio. Así se forman las nuevas especies. Pero el
argumento de Edgeworth es preocupante aunque no capto bien sus consideraciones
estadísticas. Un cambio, por ejemplo en la altura o en otras características
importantes (como lo vio mi primo Galton) se promedia, mediante el cruzamiento,
con individuos que no han cambiado. Por lo tanto los cambios ventajosos se
diluyen en la población y no pueden acumularse. Por ahora no veo una respuesta
a esta objeción. Por suerte para mí, casi nadie la entiende y tengo tiempo para
pensar. He convencido a casi todos mis amigos y hasta algunos enemigos de mi
teoría. Mi dificultad es, como me ha pasado siempre, convencerme a mí mismo.
Ahora, según me han
dicho, este cura de Brünn (un tal Gregorio Mendel) sostiene que los cambios
pueden desaparecer, a veces totalmente, en la descendencia, pero vuelven a
aparecer con el mismo vigor, cuando se cruzan los descendientes, como si se
conservaran ocultos. Claro que eso sólo lo probó en un estudio sobre algunas
características (tal vez artificiosamente elegidas) de unos guisantes. Y su
prueba no es directa sino estadística. Y con esos experimentos simplísimos y la
misteriosa transmisión oculta de las cualidades pretende haber descubierto el
mecanismo de la herencia. Para darle a ese misterio de aspecto religioso una
sensación de verdad científica, postula que las características se llevan en
corpúsculos materiales ocultos en el organismo que se combinan al azar en los
cruzamientos, pero paradójicamente, tales combinaciones al azar producen
relaciones regulares en la población descendiente que justifica con enredadas
consideraciones de Estadística. No debe saber mucha Biología pues me dicen que,
aunque era buen matemático, en 1850 y en años posteriores no pudo pasar los exámenes
para ejercer docencia superior debido a sus bajas calificaciones en Ciencias Biológicas.
Se dice que ha leído mis obras pero no sé si habrá entendido algo. El botánico
Nageli me ha enviado el texto definitivo de su trabajo con algunas consideraciones
elogiosas pero confusas. La impresión es que el trabajo mismo es confuso o
Nageli no lo ha entendido mucho. De todos modos tengo cosas más importantes en
que pensar, (como por ejemplo resolver las objeciones de Edgeworth) y no puedo
perder tiempo en atender especulaciones de curas matemáticos. Creo que en la vieja
idea de pangénesis: las células sexuales se forman con la influencia de todas las células del cuerpo puede
estar la solución. Lo cual explicaría también la herencia de los caracteres
adquiridos por el individuo que suponía Lamarck y a la cual creo que estoy
volviendo ya que la selección parece no funcionar.
[NOTA: La solución a las
objeciones de Edgeworth a Darwin, estaba a su lado, en una breve y completa explicación
de las ideas de Mendel que él tenía en un libro sobre hibridación de plantas de
Herman Hoffman que, por las notas en páginas adyacentes, Darwin debe haberlo
leído. Tal vez no entendió su importancia para la herencia. Por otra parte Darwin,
con su loable espíritu de justicia, intervino para que se mencionara a Mendel
en el artículo sobre hibridación de la Enciclopedia Británica. Tiene que
haberlo leído. 16 años después de la muerte de Mendel y 18 después de la de
Darwin, Correns (en 1900) hizo conocer
el trabajo del genial clérigo, trabajo que fue la base de la Genética moderna,
el neodarwinismo, donde, por fin, Mendel y Darwin se han encontrado]
5. El ex-muerto de Betania y el santo con lágrimas
No puedo explicar como me
encuentro. Menos aún como me encontraba antes. Me acuerdo de mi enfermedad y mi
sufrimiento. Mi hermana buscaba a un santo joven que habíamos recibido en casa hacía
unas semanas y que, según ella podía
curarme. Pero no sabíamos donde estaba. Luego sentí mi descenso en una profunda
oscuridad que parecía interminable…. hasta que todo se iluminó. Era como un
sueño, pero no soñaba nada. Un reposo infinito. Pero evidentemente no era
no-ser, pues en cierto modo existía, pero no como yo, tal vez como todo, como
el universo, pero al mismo tiempo como una parte insignificante. Creo que era
una gran felicidad pero esto no era lo importante, podría ser una gran
desdicha. Estas palabras sirven aquí pero no allí. No era la desdicha de estar
solo. Nunca he estado más acompañado pues, como he dicho, yo era todo el
universo y una parte mínima de él. El tiempo no pasaba. Pero había un desfile
de visiones que manejaba a mi gusto podía mover el desfile hacia adelante o
hacia atrás o verlo en su totalidad.
De pronto sentí otra vez
la oscuridad, el tiempo y la angustia. Un terrible desgarramiento me llevó de
nuevo al túnel de donde había venido. Me sentí en una cueva envuelto y vendado.
Me sacaron de allí. Un joven, que antes había visto pero no me acordaba donde,
estaba con mi hermana, el joven miraba al cielo, con lágrimas en sus ojos y
parecía estar hablando con algo invisible. Me quitaron las vendas que me
ataban. En la entrada de la cueva había mucha gente. Todos me miraban
asombrados.
Me preguntaban si vi a
otros muertos, me preguntaban por amigos y parientes fallecidos, me abrumaban
con sus preguntas. Les decía que no los vi, pero es lo mismo, pues sé cómo
estaban. Estaban como yo estaba. Eran como yo. Eran yo. De esto no tengo la
menor duda. Y entonces me preguntaban si eran felices y les digo que, en cierto
modo sí, o no, tampoco eran infelices, esto era indiferente allí. Les decía que
yo era todo y a la vez nada pero parece que no entienden. Pero no tengo otras
palabras para decirlo.
Las palabras aquí no
sirven y allí no hacen falta.
Me preguntaban si los
muertos se acuerdan de ellos. Les digo que no lo puedo explicar pero creo que
sí porque es como si se acordaran de todo. Por fin oí una pregunta clara que
podía contestar: una niña me preguntó: ¿ hay luz o está todo oscuro?. ¡Sí, hay
luz! pero no como la de aquí. Sale de todas partes. Es como si todo fuera luz. Yo
mismo era luz. Creo que pensaban que estoy loco y se alejaban decepcionados,
pero venían otros…. estoy cansado, quisiera volver allí. De todos modos mi
atención está en el joven santo que hablaba con Dios. Me fui con mi hermana y
el joven que ahora reconocí, había estado en mi casa hacía varias semanas con mis
hermanas Marta y María. Me dijeron, mucho después, que mi resurrección causó el
odio y temor de los fariseos contra él y decidieron matarlo. ¿cambió mi vida
por la suya? ¿era eso su emotivo diálogo con Dios? Un rabino esenio me dijo que
no podía volverme ahora al mundo de la luz. Salí de allí-me dijo- por un
milagro, o sea una decisión inexplicable de Dios y debo soportar esta vida
hasta que él decida, inexplicablemente, que vuelva allí donde no hay nada
inexplicable o más bien no hay nada que explicar.
6. El inspector del tren sudafricano y un viajero
terco
No lo olvidaré nunca. El
hombre más soberbio, necio y terco que
he conocido. Hindú tenía que ser. Negro, con su vestido blanco y una pequeña
maleta negra. Había sacado un pasaje de primera en Durban. No sé como se lo
vendieron. Y se sentó en un asiento del coche de primera clase. Su compañero de
compartimiento me lo avisó cuando entré al vagón a revisar los pasajes. Pensé
que era por error, parecía recién llegado al país. Ya había ocurrido esto otras
veces. Asunto fácil de arreglar, pensé. Le dije, amablemente, que se cambiara
de coche. Primera clase es sólo para los blancos. Y aquí sucedió lo asombroso.
Como si fuera lo más natural me volvió a mostrar el pasaje y me dijo sonriendo:
“es de primera”. Comencé a perder la
paciencia. “Ya lo ví, pero usted no es blanco, no puede viajar aquí, ¡por
favor! Pase al coche de al lado. ¡no me haga perder más tiempo!”. Pero el
estúpido no pareció asustado ni enojado. “Es de primera” volvió a decirme mostrándome el pasaje y se reacomodó en el
asiento mirando al frente, como si yo no existiera. Indudablemente era un
anormal, un débil mental. Algo, tal vez
su digna tranquilidad y tono amable, me impedía sacarlo del asiento y
arrastrarlo a su coche, cosa fácil pues parecía de constitución endeble. El
Supervisor estaba en el otro extremo del vagón. “¡Supervisor, Supervisor!-grité-
¡venga por favor, este negro estúpido no quiere moverse!”. El Supervisor se
acercó lentamente y entendió enseguida lo que pasaba. El hindú reaccionó algo
ahora, miró al Supervisor sin temor y con toda calma le dijo señalándome con la
mirada: “El señor no me ha entendido bien, tengo pasaje de primera”.
“¡Mire –dijo el Supervisor con voz clara y
firme- pase inmediatamente al coche de equipajes, este es sólo para blancos,
así ha sido siempre!”. Algunos pasajeros se levantaron, hubo voces y gritos ¡Fuera!
¡Sáquenlo de aquí! ¡Negro atrevido! ¡Está loco! Acudió el Policía del tren.
Entre él y el Supervisor lo arrancaron del asiento y lo sujetaron. No hizo el menor gesto de resistencia. En
pocos segundos el tren hizo su primera parada nocturna en la pequeña estación
de Maritzburg. Lo empujaron afuera y cayó en el suelo. Le arrojaron su maletín.
Monhandas Karamchand (vi su nombre en la lista de pasajeros al día siguiente) se
levantó y nos miró inexpresivo, sin ira y blandiendo aún su pasaje de primera.
“Calma, no se preocupen”-
dijo el Supervisor a los pasajeros-“ni vale la pena ponerlo preso, con esas
actitudes no llegará muy lejos.
NOTA. Mohandas Karmchand (llamado después Mahatma Ghandi) dirigió y consiguió
(55 años después de este encuentro) con un movimiento no violento, la
independencia de la India.
Bibliografía
1. A. Foucher. Budha.
2. Darwin C.
[1832] El viaje del Beagle. Ed. Guadarrama, 1983.
3. Diógenes Laercio.
Diógenes, en Vidas y Opiniones de los Filósofos más Ilustres.
4. N. W Gillham . A Life of Sir Francis Galton. Oxford
University Press.
Robin Marantz Henig The Monk in the Garden:
The Lost and Found Genius of
Gregor
Mendel, the Father of Genetics. p.143
Cita Internet: Herman Hoffman Mendel.
5. El Evangelio según San
Juan Cap.11.
6. Heimo
Rau. Gandhi.
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